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Acompañar Desbordes Emocionales con Empatía y Respeto

Para poder acompañar los desbordes emocionales de forma respetuosa, es fundamental comprender de qué se tratan y, para ello, es preciso entender cómo se va desarrollando el cerebro a nivel psicoemocional.

El “cerebro triuno” es un modelo desarrollado por el Dr. Paul McLean para explicar la función de los rastros de evolución que existen en la estructura del cerebro humano. Según este modelo, el mismo se divide en tres: el complejo reptiliano (reptiles), el sistema límbico (mamíferos primitivos) y el neocórtex (mamíferos superiores).

 

El complejo reptiliano incluye al tronco del encéfalo y al cerebelo. Es la parte más primitiva del

cerebro, desarrollada hace alrededor de 500 millones de años. Es el encargado del comportamiento

instintivo y de supervivencia, el equilibrio, la autorregulación del organismo y las

funciones “automáticas” (por ejemplo, la respiración y el ritmo cardíaco).

 

El sistema límbico incluye a la amígdala, al tálamo, al hipotálamo y al hipocampo.

Es considerado el cerebro emocional/afectivo en la medida en que es el que nos otorga la

capacidad de sentir y desear.

 

El neocórtex o “corteza cerebral”, se encuentra en el cerebro de mamíferos más evolucionados

y es el responsable de los procesos intelectuales superiores: pensamiento avanzado, voluntad

consciente, planificación, razonamiento, lenguaje. Está conformado por dos hemisferios:

el izquierdo (vinculado con procesos de razonamiento lógico y funciones analíticas)

y el derecho (asociado a la imaginación y la creatividad).

 

Desde el nacimiento y durante los primeros tres años de vida el complejo reptiliano y el sistema límbico se encuentran muy desarrollados, no así la corteza pre-frontal (parte del lóbulo frontal, en el neocórtex) que es la que posibilita, entre otras funciones, razonar, procesar las emociones percibidas, el control de impulsos y la tolerancia a la frustración.

Desde el punto de vista del desarrollo, en los niños muy pequeños predomina el hemisferio derecho, sobre todo durante los primeros tres años. Éstos todavía no dominan la capacidad de emplear la lógica y las palabras para expresar sus sentimientos, y viven totalmente en el presente (…) para ellos la lógica, las responsabilidades y el tiempo todavía no existen, afirman el Dr. Daniel Siegel y Tina Payne Bryson en su libro “El cerebro del niño”[1].

 

Los niños pequeños no tienen los mismos recursos que los adultos para gestionar sus emociones, y las mismas – al no ser reguladas –inundan y son vividas con gran intensidad: felicidad plena, tristeza absoluta, frustración “desmedida”. Como afirma la psicóloga española Violeta Alcocer, lo que la rabieta de nuestro hijo nos está diciendo es: “He perdido todo el control sobre mis emociones y sobre mi mismo, los sentimientos negativos se han apoderado de mi y soy incapaz de manejarlos”.[2]

 

Se trata de des-bordes emocionales en los que es imprescindible que los adultos acompañemos de forma empática, respetuosa, con amor y paciencia, conteniendo, ayudando a construir esosbordes que aún no están. Estas intensas expresiones emocionales son parte del desarrollo psíquico y cerebral y ofrecen oportunidades para estimular mecanismos en los que el sistema límbico debe interactuar con la corteza cerebral generando nuevos circuitos neuronales que le permitirán al niño ir enfrentando cada vez mejor estas situaciones. Si los adultos logramos conservar la tranquilidad, podemos ayudar a que el niño se calme, podemos acompañarlo y contenerlo, podemos “prestarle” nuestra función de reguladores emocionales para que poco a poco pueda ir interiorizándola y recién una vez que esté más tranquilos, podemos ayudarlo a identificar lo sucedido, a comprender la emoción para poder abordarla a futuro de manera eficaz, contando con distintos recursos para enfrentar este tipo de situaciones.

 

 

Entonces ¿qué podemos hacer?

 

– Tratar con respeto y recordar siempre que con nuestro comportamiento estamos dando el ejemplo (¿qué queremos transmitirles? ¿es coherente decirles que no griten, gritando?). La coherencia y la consistencia son de fundamental importancia a la hora de transmitir seguridad, valores y normas de convivencia.

 

– Respirar profundo, ser conscientes de que para poder ayudar a tranquilizar al otro, debemos primero estar tranquilos nosotros (¿cómo dar aquello que no tenemos?)
A veces esto no resulta posible, en ese caso puede ser útil evaluar la posibilidad de “delegar” si hay otro ser querido del niño presente.

 

– Intentar “sintonizar”, tener presente que muchas veces estas situaciones comienzan cuando el deseo del niño y el del adulto no coinciden (por ejemplo, el niño quiere jugar con el adulto y este quiere hacer alguna otra actividad que no lo involucra activamente), o cuando el pequeño tiene necesidades insatisfechas tales como hambre o sueño. Como afirma Alfie Kohn, para “portarse bien”, primero hay que sentirse bien.

 

– Contener y acompañar, abrazando o simplemente estando cerca, disponibles, a la misma altura del niño.

 

– Escuchar con atención y validar las emociones.

 

– Empatizar, reflejar las emociones verbalizándolas, de esta forma ayudamos a que las vayan identificando y diferenciando.

 

– Prestar atención al tono de voz que empleamos y a nuestro lenguaje corporal.

 

– Mostrar otras alternativas para resolver el conflicto.

 

– Enseñar a pedir ayuda y estar disponibles cuando el niño nos necesite.

 

– En muchas ocasiones también es útil cambiar el foco de atención, cambiar de “escenario”, ofrecer alguna otra actividad que le guste.

 

 

 

Texto extraído de la página: https://licenciadanatalialiguori.wordpress.com/2015/08/08/desbordes-emocionales/

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